No hay nada de malo en la ansiedad.
Aunque no podamos controlar el tiempo de Dios, forma parte de la condición humana que deseemos recibir lo más rápido posible aquello que esperamos.
O alejar inmediatamente aquello que nos causa pavor.
Eso sucede desde nuestra infancia hasta el momento en el que la vida comienza a dejarnos indiferentes. Porque, mientras estemos intensamente conectados con el momento presente, estaremos siempre esperando con ansiedad a alguien o algo.
¿Cómo decirle a un corazón apasionado que esté tranquilo, que contemple los milagros de la Creación en silencio, que se libere de las tensiones, de los miedos y de las preguntas sin respuesta?
La ansiedad forma parte del amor, y no hay que culparla por ello.
¿Cómo decirle a alguien que ha invertido su vida y sus bienes en un sueño, y no obtiene resultados, que no se preocupe? Aunque el agricultor no puede acelerar el
paso de las estaciones para recoger el fruto de lo que ha plantado, espera impaciente la llegada del otoño y de la cosecha.
¿Cómo pedirle a un guerrero que no esté ansioso antes de un combate?
Se ha entrenado hasta el agotamiento para ese momento, ha dado lo mejor de sí mismo, cree estar preparado, pero teme que los resultados no sean los que espera.
Por tanto, la ansiedad nace con el hombre. Y, como nunca vamos a poder dominarla, hemos de aprender a convivir con ella del mismo modo que el hombre ha aprendido a convivir con las tempestades.
Sin embargo, para aquellos que no consigan aprender a convivir con ella, la vida está destinada a ser una pesadilla.
Lo que deberían agradecer —cada una de las horas que forman un día— se convierte en una maldición. Quieren que el tiempo pase más rápido, sin darse cuenta de que eso también los conduce más rápido al encuentro de la Dama de la Guadaña.
Y lo que es peor: para intentar alejar la ansiedad, hacen cosas que los ponen más nerviosos todavía.
Una madre, mientras espera que su hijo regrese a casa, empieza a imaginar lo peor.
«Mi amada es mía y yo soy suyo. Cuando se fue, la busqué por las calles de la ciudad y no la encontré.» Y por cada esquina por la que paso, y por cada persona a la que le pregunto y no obtengo noticias, dejo que la ansiedad normal del amor se transforme en desesperación.
El trabajador, mientras aguarda el fruto de su trabajo, procura ocuparse con otras tareas, y cada una de ellas le supondrá más momentos de espera. Poco tiempo después, la ansiedad de uno se convirtió en la ansiedad de muchos, y ya no es capaz de mirar al cielo, ni a las estrellas, ni a los niños que juegan en la calle.
Y la madre, el amado y el trabajador dejan de vivir sus vidas y sólo esperan lo peor, hacen caso de los rumores, se quejan de que el día no se acaba nunca. Se vuelven agresivos con los amigos, con la familia, con los empleados. Se alimentan mal, comen mucho o no pueden ingerir nada. Y, por la noche, ponen la cabeza sobre la almohada, pero no pueden dormir.
Es entonces cuando la ansiedad teje un velo, y ya no son los ojos del cuerpo, sino los del alma, los que ven.
Y los ojos del alma están turbios porque no descansan.
En ese momento, se instala en nosotros uno de los peores enemigos del ser humano: la obsesión.
La obsesión llega y dice:
«Tu destino a partir de ahora me pertenece. Haré que busques cosas que no existen.
»Tu alegría de vivir también me pertenece. Porque tu corazón ya no tendrá paz, porque estoy expulsando el entusiasmo y ocupando su lugar.
»Dejaré que el miedo se esparza por el mundo y estarás siempre aterrado, sin saber por qué. No necesitas saberlo: tienes que estar aterrado, y así alimentar cada vez más el miedo.
»Tu trabajo, que antes era una Ofrenda, ahora es mío. Los demás dirán que eres un ejemplo porque te esfuerzas más allá de tus límites, y les sonreirás y agradecerás el cumplido.
»Pero en tu corazón yo diré que tu trabajo ahora es mío y eso hará que te alejes de todo y de todos: de tus amigos, de tu hijo, de ti mismo.
»Trabaja más para conseguir no pensar. Trabaja más de la cuenta para dejar de vivir totalmente.
»Tu Amor, que antes era la manifestación de la Energía Divina, también me pertenece. Y esa persona a la que amas no podrá alejarse ni un momento siquiera, porque yo estoy en su alma y le digo: “Cuidado, puede que se marche y no vuelva.”
»Tu hijo, que antes debía seguir su propio camino en el mundo, ahora va a ser mío. Así, haré que lo rodees de atenciones innecesarias, que acabes con su gusto por la aventura y por el riesgo, que lo hagas sufrir cada vez que te desagrade y se sienta culpable por no haberse comportado tal y como esperabas de él.»
Por tanto, aunque la ansiedad forme parte de la vida, no dejes nunca que sea ella la que controle tus movimientos.
Si se acerca demasiado, dile: «No me preocupa el día de mañana, porque Dios ya está allí, esperándome.»
Si intenta convencerte de que ocuparse de muchas cosas es disfrutar de una vida productiva, di: «Necesito ver las estrellas para inspirarme y poder hacer bien mi trabajo.»
Si te amenaza con el fantasma del hambre, di: «No sólo de pan vive el hombre,
sino también de la palabra que viene del Cielo.»
Si te dice que tu amor tal vez no regrese, di: «Mi amada es mía, y yo soy suyo. En este momento, está apacentando los rebaños entre los ríos, y puedo escuchar su canto, incluso en la distancia. Cuando vuelva, estará cansada y feliz. Y yo le daré de comer y velaré su sueño.»
Si te dice que tu hijo, al que has dedicado todo tu amor, no te corresponde, contesta: «El exceso de cuidado destruye el alma y el corazón, porque vivir es un acto de coraje. Y un acto de coraje es siempre un acto de amor.»
De ese modo, mantendrás la ansiedad a distancia.
Ella no va a desaparecer nunca. Pero la verdadera sabiduría de la vida es entender que podemos ser señores de aquellas cosas que pretendían esclavizarnos.
Manuscrito Encontrado en Accra
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